De los sujetos simples que ha dado nuestra tierra, Luciano Paiva era el ejemplar más puro. Con 41 años, apenas sabía leer y escribir; no tenía mujer ni familia conocida y sus únicos verdaderos amigos eran el padre Alfredo y Tuño, un perro de raza indefinida. Tan sin raza que hasta en eso eran medio hermanos.
Con estas palabras inicia el autor una novela con un realismo distinguido, detallado y entrañable, el cual configura el desarrollo de esta obra.