Una temática tan específica presupone relaciones intertextuales visibles, un vínculo inmediato con la tradición del género. Tales contactos, en efecto, se verifican y es, precisamente, la calidad de esos contactos lo que confiere a estas breves piezas toda su eficacia y originalidad. Los dos primeros títulos de la serie expresan, con argumentos heterogéneos, ese temor que subyace en todos nosotros: “La pérdida” o –más angustiante aún- la efímera materialización de un sueño -un sueño de arena que se escurre entre los dedos- y que, sin embargo, deja una prueba (un anillo, un reloj) de su realidad tangible, negando así, que se trate sólo de una percepción meramente onírica. Esos objetos son como “La flor de Coleridge” un inquietante puente tendido entre dos mundos. En “El campanario” el origen del terror es “el mal sin rostro” cuyo epicentro es un templo consagrado al bien. Esa sustitución de una deidad benéfica por otra que irrumpe en su altar para prodigar la oscuridad y la muerte, nos abisma a los lectores frente a la indefensión de poderes que no controlamos. Dos textos le rinden culto a Bram Stoker. En “El abuelo número diez” el vampirismo esta institucionalizado. En “Golpes a las tres de la mañana” un gesto final, casi compasivo del vampiro, sella como una tétrica promesa el fatal destino de su víctima.
Ofrezco estas pocas interpretaciones, necesariamente arbitrarias que, como tales, no agotan otros abordajes y lecturas. Todo texto literario dice más de lo que consigna en palabras. Marcos Rodrigo Ramos vuelve a denotar en este libro, una honesta vocación narrativa. Elige, entiendo que deliberadamente, un tono, por momentos casi coloquial, cuya amenidad contrasta eficazmente con la materia que aborda. Dice, ya no en sus fábulas sino con su estilo despojado de gravedad, que “hay demonios en el Paraíso”
Los invito pues, a deleitarse con ese placer tan cercano al escalofrío que, a lo largo del tiempo, ha inspirado la buena literatura gótica.
Guillermo Iglesias